Uno de los más maravillosos fenómenos de los últimos 100 años ha residido en la música. No quiere decir que la pintura, la escultura o sobre todo la literatura no tengan su importancia primordial pero es la música, y sobre todo con las cada vez más facilidades sobre su consumo, la que ha dejado una impronta en muchos de los fenómenos que nuestra sociedad ha vivido.
Desde el charleston, los felices años 20, el paso maravilloso de la música de la iglesia hasta James Brown, el rock y su estética, los fenómenos de masas y la simbiosis entre reivindicarse y los sonidos son cosas que han marcado, diferenciado y estigmatizado a generaciones. Todos, absolutamente todos, llevamos ligada una banda sonora a nuestras vidas. Una relación no lo es, al menos en el sentido romántico de la palabra, si no hay sonidos o canciones marcadas que te llevan a los momentos con esa persona.
Hace unos años se publicó un documental, titulado en España: "1971, el año en que la música lo cambió todo" que dice perfectamente lo que me gustaría contar.
Básicamente una generación con un talento fuera de lo común (mención especial a Bowie) descubrió lo poderosa que era su capacidad de cambiar la manera de ver el mundo de todos los demás y cómo lo consiguieron desde un sitio que, hasta entonces, había sido considerado como una mera distracción.
No fue la única vez.
Nosotros, y me refiero al espectro patrio, tuvimos nuestro despertar musical como respuesta al sueño eterno del dictador. Curiosamente hicimos nuestra la diferente manera de entender la realidad que tienen los climas. Mientras en Madrid la alegria, la felicidad, las drogas, el amor libre y el pop se movían en una tremenda amalgama, en el norte el rock radikal y los sonidos bastante más rudos eran las tendencias. En algunos documentales explican que los chicos de la capital viajaban a Londres y se traían los discos de los Smiths mientras que los del norte escuchaban los discos que llevaban consigo los últimos marineros que atracaban en sus puertos. Estábamos mucho más cerca de los paisajes derrumbados del reino unido decadentemente industrial como estaban en Madrid de los chavales descorazonados pero con ropa moderna que se sentaban en Kensington Park. Quizá por eso estábamos más unidos, espiritualmente, a los hijos de los mineros despedidos por Thacher que a cualquier desengaño amoroso que deseara que a la novia la atropellase un autobus de dos pisos. Eso no quita a que hubiera punks en Cordoba y un ejército de gente moñas en Donosti, pero no era la línea habitual. ( Salvo lo de Donosti, que es a Bilbao lo que Coruña es a Vigo).
El caso es que viniendo de años dominados por Julio Iglesias, Dyango y Pablo Abraira, nos encontramos de golpe con Burning ( que fueron los primeros), Eskorbuto, Kaka de Luxe, Siniestro Total, Los Nikis, Polanski y el Ardor, Parálisis permanente, Los secretos, Antonio Vega tocando la guitarra eléctrica o Peor Imposible, que es ese grupo donde ninguno de sus componentes sabían tocar algún instrumento. De alguna forma nos subimos al carro de la música mundial y vivimos ese final de los 70 y casi todos los 80 dudando entre la reivindicación, el desamor y las rimas tontas como si hubiéramos descubierto algo nuevo. Disponíamos, debido a la ausencia de una globalización real, de nuestro espejo a cualquier grupo o influencia anglosajona. Si ellos tenían a Madness, nosotros a los Toreros Muertos. Si existía Motley Crue, nosotros teníamos a Leño y a Barón Rojo. Más tarde, mucho más tarde, los últimos discos de Los Piratas querían ser Radiohead.
Pero volvamos a la eclosión del punk de finales de los 70. Una juventud conocedora de su potencial descubre que la lucha contra el sistema es desigual y que toda esa progresión geométrica de comodidades que han vivido sus padres no la van a tener. (Basicamente porque sus padres han empezado desde cero). Y se quejan contra el sistema, contra el gobierno y contra todo. También es verdad que la solución del punk era sentarse en un parque con los perros a esperar. Esperar no sé qué, pero esperar. Y tocar la flauta porque la guitarra ya se la habían apropiado los hippys. Afortunada o desafortunadamente la heroína echó por tierra esa manera de vivir velozmente. El punk fue una generación que vivió muy rápido todo aunque es mejor morir rápidamente que consumido por los agujeros que, como un gruyere, te deja la marihuana en el cerebro.
Y después, adormecidos por el pop y aburridos por las remezclas, carentes de la capacidad identitaria más allá de lo publicitario, aparece el grunge que es un quejido de autocompasión. Estoy triste, me siento un mierda, me ha dejado la novia, me encierro en mi cuarto, me castigo porque no me siento parte de este mundo y me martirizo lúgubremente intentando asumir que me convertiré en un aburrido padre de familia con adosado. Curiosamente en esos tiempos ya no es tan fácil diferenciar la procedencia de las bandas, excepto por el sonido Manchester . Usa se unió por África pero no dejaron de morirse niños, aunque nos quedó un concierto chulísimo y un documental ( recomendable)
En medio de esa rendición global es cuando, mamando del rap, de los beastie boys, del grunge, de los últimos coletazos del punk y de haber oido cien discos funk, dan un puñetazo en la mesa Rage Against the Machine. Recuerdan, a una juventud atontada, que les han dejado de lado en la recuperación económica de finales de los 80. Son virtuosos (como otros muchos, ya que aqui no hablamos de calidades sino de cualidades, porque obviamente Michael, Prince, muchos british, abundantes irlandeses y bastantes bandas de rock americano son muy brillantes) pero el mensaje vuelve a remover conciencias. En 1997 molotov hacía su Gimme The Power. Estamos en 1999. En 2002, el 9% de la población mundial ya navegaba por Internet.
Lo que internet consigue, sobre todo a los nativos digitales, es permitirles volver a cualquier momento de la historia en un segundo. Es bastante probable que más de uno, abducido por la grandiosidad de Maceo Parker, la perfección de Pink Floyd o la energía del welcome to the jungle, llegara a la conclusión de que intentar parecerse era una quimera. Otra de las "virtudes" de esta época es que nadie escucha un disco completo. Mi sobrina es capaz de desechar una canción en menos de tres segundos. Dicen que los éxitos de los 80 llegaban al estribillo en un minuto y que ahora lo tienen que poner en los primeros veinte segundos porque los oyentes no llegan hasta ahí. Dificilmente es posible que algo a lo que no se le presta atención pueda volver a ser un revulsivo social.
Por supuesto que hay grandísimosmúsicos y tener la posibilidad de oirlo casi todo hace que aquellos que ahora componen lleven, en sus entrañas, restos del mejor blues, funk, rock, pop y heavy que se han dado las últimas décadas. Llegar, buceando entre millones de registros a mi alcance, a composiciones espectaculares no es complejo pero todas me recuerdan a algo que ya escuché antes. Y si soy capaz de eliminar las cualidades musicales de las composiciones y me fijo en algún mensaje de esa hornada de jóvenes en chándal con voces enlatadas, tampoco soy capaz de encontrar nada (o casi nada) que pueda cambiar el mundo. Son mucho mas disruptores los Rolling en la nueva última gira, a sus 80 años, que un grupo de enjoyados adolescentes con capucha y autotune de masas. Quizá por eso, y porque la autocensura de lo correcto está marcada a fuego en las mentes, creo que los tiempos en los que la música era capaz de cambiar el mundo, terminaron.
Estamos en 2024, el año en que la música no puede cambiar nada. No lo espero, pero eso me temo.
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Korn