Alguien bastante más listo que yo me contaba, delante de un anaranjado salmón a la plancha con salsa tártara, lo mucho que le sorprendía esa necesidad tan contemporánea de sentirse importante. Pero no porque alguien te trate bien sino porque algún tipo de algoritmo te diferencia antes de llevarte por el lugar que le de la gana. Me explicaba como, de una forma casi irracional, hay una obligación de sentirse especial y único en cada situación. Que ni siquiera tenía que ser algo mejor sino diferente. "Puede que a todo el mundo le den un caramelo y a ti nada, pero ese nada es lo que te diferencia de los demás y ya está, ya te sientes especial". No tiene que ser bueno ni tiene que ser verdad, pero tiene que ser.
Un rato después, procrastinando como quien mira por la ventana la vida de los demás, me encuentro a uno de los tipos más conspiranoicos, voceras, orgulloso de si mismo y con una posición moral por encima de la media, que cuenta en una red social que se ha puesto duro con la red y que de ninguna manera va a ser censurado por sus libres opiniones a manos de la opresión de los medios. "He mandado un correo muy duro haciendo valer mis derechos"- dice con orgullo. Yo pienso que ningún humano habrá al otro lado, que a la red en cuestión le importa menos que cero pero que seguramente toda esa dinámica le hace sentir único y especial. Y eso es lo que le importa mientras su sesgo de confirmación se alimenta con esos que le incitan, como los que animan desde la trinchera al primero que sale corriendo hacia la trinchera enemiga, contándole lo valiente que es.
Hay que reconocer que se ha avanzado mucho desde esas cartas que llegaban a casa con "Estimado ______ " y hasta el tipo de letra era diferente en el nombre, a esos mensajes personalizados que utilizan algún dato irrelevante pero que te hace sentir que te vecino no es tratado igual. Si ves anuncios de motos te envían un artículo sobre la que te gusta y si te pasas el día fisgando a morenas en Instagram, sale una morena que te cuenta lo que sea. El objetivo siempre es el mismo, pero se hace de una forma mucho más sibilina. No hay gran diferencia entre un taxi y un Uber o entre un fraude de Internet y Tony Leblanc haciendo un tocomocho en la estación de Atocha. La estrategia de ventas moderna pasa por preguntarte tu nombre al principio de la conversación para hacer hincapié en él mientras te explican las bondades del producto.
Aunque es obscenamente obvio parece que resulta rentable.
"Y"-me sentenciaba cuando ya no quedaba salmón-"lo jodido es que no importa que el producto sea mejor sino lo importante que te haga sentir la compra".
Así que le tuve que dar la razón aunque fuimos a un restaurante que él conoce y al que le gusta ir porque le tratan por su nombre.
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