Elegía las películas por el título. Daba igual la calidad. Si era algo así como "el lúgubre escarnio de la juventud", tenía que verla. Sabía que era mala, pero las conocia todas. Así que se acurrucaba en un pequeño sofá y se tapaba con una manta para caer dormida a los pocos segundos. Nunca recordaba el argumento pero yo sabía que me iba a jurar haberla visto porque simplemente, era así.
Siempre le cogía la muñeca y la rodeaba con mi mano. "Te estás quedando en nada"- regañaba si es que era capaz de tocar mis dedos haciendo un círculo y ella la quitaba diciéndome que comia lo suficiente y que no me preocupase. Se empeñaba en rescatar a los demás continuamente impidiendo, como efecto contrario, que alguien la fuera a rescatar.
No sé hasta que punto sabía que estábamos ahí.
Tenía un jersey arrugado y viejo al que se abrazaba al dormir. Siempre el mismo, como una necesidad de sentirse acompañada. Ponía nombre a todo lo que entraba en su mundo: Indarki, era su nuevo coche, poderoso y chiquitín.
Aquellas navidades hasta le había tocado la lotería. Pintó la casa. Me llamó para preguntarme si quizá era un buen momento para arreglar el baño, tirar algún tabique o volverse loca y buscar otro piso. Me había enseñado, unos meses antes, cómo estaba pintando la habitación de su hijo para hacerla parecer más de mayor que del niño que tuvo. Pusimos juntos la lámpara que estaba sobre su cama. Le dediqué un capítulo de un libro. Estaba algo triste pero me llamó para contarme que "ya está. Me conoces. Me acurruco en mi cama con el jersey, apago la luz, lloro un poco y se me pasa".
Miraba como si la ilusión se la llevara al verte. Este invierno estrené una bufanda que me regaló hace varios años. Le gustaba hacer carrilleras. Se reía de lo torpe que se sentía en clases de ukelele, en un gimnasio que había encontrado o dando larguísimas caminatas los domingos. Fue la primera persona a la que llevé en mi moto con su pelo rojo y rizado, agarrándose y diciéndome que no corriese. Los jubilados que toman un vino antes de ir a comer justo delante de donde aparco me hicieron bromas cuando me vieron con ella.
Yo fumé, alguna vez, en su terraza. Un lugar alto, con un gran vacío delante y un cenicero sin vacíar escondido en una esquina.
-Si seguimos así, Ricardo- me decía- Tendremos que pensar donde nos vamos a ir a cuidarnos mutuamente cuando seamos viejecitos.
Yo me estoy haciendo viejo como terminan las canciones que no acaban, como resuenan los mensajes que no mandas.
Se reía. Sus piernas como palillos caminaban a mi lado. Me llamaba "cariño" ,con mucha C, porque sabía que eso me hacía rabiar y aunque los dos teníamos nuestras vidas no dejábamos de mirarnos de reojo. Cada semana, más o menos, nos poníamos al día y yo llegué a creer que esa llamada de los domingos era una buena costumbre. Por eso sabía que por fin estaba tranquila en el trabajo. Que su padre ya estaba en una residencia después de mucho solicitarlo. Sabía que las luchas contra la adolescencia de su hijo iban por un buen camino de superación y que la casa había quedado bien pintada. Probablemente, después de un año, creo que haber ganado todas las peleas que tenía en marcha fue el principal motivo. Quiero pensar que es eso porque sé que no le gustaba dejar las cosas a medias.
A los nos gustaba sentirnos útiles.
Así que cuando la vi tumbada, demasiado seria para ser ella y tras el cristal, le dije, porque estábamos solos en el tanatorio, que era una putada lo que había hecho, Hay gente especial que se hace un hueco en tu vida y sabes que es tan suyo que no puede llenarse con nadie que escoja las películas tan mal, te sonría tanto, se empeñe en salvarte, no engorde nunca y haya saltado de un balcón que veo cada vez que paso por la autopista. Entonces es cuando me quedo, en silencio y triste, recordando cómo salía del portal un poco tarde, con un pantalón estrecho, algo de color al cuello y una sonrisa infinita al encontrarme.
La última vez que lloré sin poder parar fue porque te fuiste. Hace un año de eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario