porque, solo a veces, me pongo categórico...
CAPITULO 12
Si algo tiene el siglo XXI es la necesidad de opinar absolutamente de todo. Hay quien lo hace de manera amateur, y entran en la categoría de cuñados. Hay quien cobra por ello, y se llaman a si mismos analistas, pero también entran en el saco del periodismo. Hay quien es elegido por las masas, y se llaman representantes de la soberanía popular o, acortando, políticos. Si algo tienen en común, inicialmente todos ellos, es que no han hecho nada más que hablar para alcanzar ese estatus de referente intelectual. No hace falta trabajar para opinar. Ni siquiera tener experiencia, porque eso se define como “práctica prolongada que proporcional el conocimiento o habilidad en hacer algo”. Disponer de un conocimiento teórico no es tener práctica. Así que tu cuñado y el recién nombrado portavoz del asesor del ministro saben, más o menos, lo mismo. Quizá la diferencia es la entonación argumental y, en un mundo de ruidos incesantes, el volumen se sobrepone a la razón.
Otra de las características asociadas a la modernidad es la incapacidad de valorar los hechos dentro del contexto. Hay quien se enerva con cara de desagrado extremo considerando que resulta un despropósito el hecho que el general Custer no tuviera en cuenta, en 1876, el valor de la diversidad étnica al afrontar Little Bighorn. También hay quien está convencido, porque solamente depende del lado del discurso, que las normas del Imperio Romano están vigentes y nos encontramos en lucha infinita para no perder Constantinopla.
Poco más o menos vivimos rodeados de seres que habitan en sus propias series de televisión y se han otorgado a si mismos el papel protagonista. Los hechos y las diferentes realidades son valoradas bajo la lupa del héroe y los parámetros establecidos en la línea argumental de la franquicia. De esa manera los malos siempre han de ser los malos y los buenos, los mejores. Ya no importa qué se dice sino quien lo dice. Y si alguien tiene que parecer bueno o malo, según guión, se buscan motivos para ello.
Lo primero, entonces, es establecer la inmensa y lógica bondad de lo que se va a defender. Lo segundo, la irracional y malévola acción del enemigo. Lo tercero, la línea de confrontación. Lo cuarto, la superioridad moral y, para terminar, hay que ignorar las debilidades de los argumentos propios. Hay un chiste en el que una mujer yace ferozmente, con goce reseñable, en la cama con un caballero. En ese instante, como una cuba, aparece su esposo en la habitación. Él se sorprende y se queda, tartamudeando, casi sin habla. Ella le mira y le dice: “¿ya estás otra vez borracho?. Así no puede avanzar este matrimonio.”
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