Había
pasado un pequeño tiempo en casa, sentado en su sitio delante de la tele y con
una bata azul que escondía la forma en la que perdía toda la energía.
—No me llames a casa mañana porque
vuelvo al hospital —me dijo.
Fui
obediente y no le llamé a casa.
Creo que me reconoció un par de veces aquella última semana y se fue sin hacer ruido, esperando a que todos estuviéramos dormidos, a las seis de la mañana de un frío y nevado veinte de diciembre.
Saqué
su ropa del armario ese mismo día. Recogí todo lo que pude, incluso la caja del
dvd que todavía habitaba la mesa del salón.
Al
revisar el ordenador me encontré unas instrucciones precisas de qué hacer en
ese momento, a quien llamar, cuáles son los seguros que hay que reclamar. Mi
padre siempre se adelantaba a los acontecimientos.
Después
de una breve ceremonia a primera hora de la mañana y sin nadie más que los
mínimos en número, con un palmo de nieve en las afuera de Madrid y el hielo
colgando de los pequeños árboles en un fenómeno que se llama “lluvia engelante”,
hice lo que se esperaba de mí: Conducir quinientos kilómetros para ir a
trabajar.
Nadie
me vió, con mi traje oscuro y en alguna cuneta camino de la Nacional I,
romperme del todo.
Romperte fue el mejor homenaje que pudo tener tu padre. Cuidate.
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