16 de agosto de 2018

Alégrame el día

(Literatura)

Si ahora mismo un grupo de terroristas, de esos que piden cosas que no son para ellos sino para alimentar algún tipo de ideal que probablemente es imposible o ve la diversidad del mundo con un ojo tapado, se pusieran a pegar tiros como locos en medio de la calle es seguro que no me tiraría al suelo. Alguno lo podría ver como un acto de valentía y otros como un tremendo rasgo de estupidez. En mi caso la realidad es que sinceramente no me importa. No me importa una bala anclada en el cerebro. No tengo miedo a la muerte, ninguno. Tengo miedo al dolor, eso sí. He superado ese momento en el que me hubiera tirado al suelo lleno de pavor protegiéndome la cabeza con las dos manos, el momento de suplicar por mi vida. He pasado, y eso me costó más, los días en los que morir era darle un gran disgusto a mi madre. Hay una visualización casi cristalina en la que las balas zumban a mi alrededor, a cámara lenta y con el sonido del efecto doppler una y otra vez en mis costados, mientras no muevo ni un músculo de la cara acercándome a uno de los tiradores para morir o matar, siendo ambas opciones válidas porque ese es un punto de inflexión en la vida: la muerte.

Pero, eso sí, sin la tensión del héroe. Sin el arranque épico de la búsqueda de la justicia entre los ojos o el momento aquel del final de la película en la que se aclama al protagonista. Si llegué solo hasta aquí también quiero morir solo, aunque fuera en un charco de sangre sobre la acera, con un zoom que se aleja cenitalmente mientras suena la voz desgarrada de TomYorke llenándolo todo o en un forcejeo que salve a dos docenas de niños y del que hablen los telediarios dos días apoyándose en una mala grabación de móvil.

Incinerarme y que nadie se quede mis restos porque ese montón de polvo granuloso y gris tampoco vale para nada. No soy yo. Las despedidas se han convertido en un ejercicio de marketing subvencionado por las familias o los seguros sin saber que hay publicaciones programadas para joder después de la muerte con derechos de autor de google. No me llores si has dejado que me fuera difuminando cada día que no respondiste a mis mensajes y estabas buscando alguien que tuviera un don especial parecido a volar o a teletransportarte.

Pero tengo la mala fortuna de no vivir en una zona de atentados. Es como añorar haber sido Clint Eastwood pidiendo a los malos que me alegren el día. No es una alegría, es una satisfacción. Un descanso. Uno de esos momentos en los que, tras años sin dormir en condiciones, despertarse más allá de las once casi resulta obsceno. He pasado tantas noches en vela esperando que la puerta sonara sin tener que hacer mucho más que ser yo que no duermo sino que me caigo, con todo lo que eso desgasta el estómago, los párpados y las palmas de las manos. Yo sólo quería poder pasar las yemas de los dedos por tu espalda y que me dijeras lo que íbamos a hacer mañana.

En ese caso me hubiera tirado al suelo en medio del atentado. Porque tenía cosas que hacer. Para ti.

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