11 de agosto de 2017

Reflejos.

Es intrínseco: nos gusta sentirnos reflejados. Si puede ser en ese reflejo brillante que se lleva dentro, mejor. En ese luminoso momento en el que no tenemos control de nuestra imagen ni de nuestras palabras, que es casi lo que sucede cuando un orgasmo es de los buenos o de los de verdad, que no es lo mismo: que no hay control de lo que, como un halo proyectado, una aparición, sale de nosotros mismos hacia el exterior. Es el mismo halo que se queda palpitando, como una burbuja elíptica, al despertar con la espalda al aire y las sábanas revueltas por las mañanas de agosto.

Nos gusta vernos en los ojos infinitos, en la parte bondadosa y honesta de la verdad que hay en el fondo del iris, en la luz del lago que nos hace sonreír entre las ondas sinusoidales de la superficie. A veces romper el agua y ver cómo nos volvemos a formar, que siempre es cuando llega la calma.

Tenemos dos imágenes, quizá tres. La que damos, la que inventamos y la que somos. Yo tengo imagen de travieso, me invento como un honesto trabajador fiel a personas y principios con finales inciertos. Tu das de dura sensible individual e imperturbable y te inventas como una superviviente. Digo que eso lo inventamos y no tiene que ser verdad porque siempre creemos de nosotros mismos que somos mejores de lo que somos. ¿Y que somos?. Probablemente mediocres de halo intermitente. O infinitos en tu reflejo. O tú en el mío.

En eso consiste.

Llévame a ver salir el sol.

Ya no sé que hay en sus ojos. Dice que no se ve reflejada. Será que son paisajes de agosto. (Y se miraron los dedos, se rozaron codos, se erizaron los pechos. Vamos, que se lió todo). Es un reflejo. Lejano en el tiempo y en el espacio como un Cadillac sin frenos.(Y ahora encuentra la canción, que está escondida como las letras de un autodefinido sin gafas al lado de la piscina). Diciendo que te quiere cuando ya te ha abandonado, calando hondo. Engáñame un poco al menos, antes del minuto 6.52

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