17 de junio de 2017

La muerte de la imprevisibilidad

En las webs de economía colaborativa todos molan. Ahí está el conductor feliz y sus pasajeros guapos y bien perfumados recorriendo paisajes bucólicos donde siempre hace sol y los girasoles de un amarillo fuerte saludan al llegar.

Dicen que hay una tremenda burbuja en la nueva economía colaborativa. En China hay empresas que comparten el coche, la bicicleta, el paraguas e incluso el balón con el que ir a jugar al baloncesto chino. En ciudades como Barcelona la oferta de alquiler "colaborativo" ha pasado de 4000 a 17000 pisos. ¿Son acaso personas con gran conciencia global?. No, coño, es por la pasta. Somos así: cuando parece que hay dinero rápido y fácil (una tienda de cigarrillos electrónicos, un videoclub, unos paneles solares o una inversión en sellos). Vamos de cabeza. Si es pasta en negro mejor porque "más roban los políticos". España, porque en eso somos todos igual de españoles, tenemos una economía sumergida de 168.000 millones de euros. (se estima que los casos de corrupción nos cuestan 8.000 millones)

Hace años que no hemos inventado nada y con la crisis nos hemos dedicado a intentar no renunciar a nada aunque eso nos suponga tener todo de muy baja calidad. Mi abuela luchó por sobrevivir, mis padres por salir adelante, mi hermana por mejorar y mi sobrina no quiere luchar porque le han convencido que su vida, lo quiera o no, será una mierda. Pero eso sí: lo quiere todo al menor coste posible. Nadie le habló que debia de renunciar a algunos aspectos de la vida para tener otros. Conozco quien dice, contra mi opinión, que todas las personas disponen de, digamos, cien puntos. Esos se pueden gastar en lo que quiera. Tocar la guitarra, cantar bien, saltar alto, tener un smartphone de última generación o ninguna estría en el culo. Si se quiere todo se será mediocre en todo pero Mark Knophler, por ejemplo, toca muy bien la guitarra con las botas más feas que he visto jamás y esa cinta en el pelo cuando empieza Once Upon a Time in The West en el Alchemy.

-El problema- decía el otro día en una conversación de whatsapp- no es la bondad o la maldad de las personas. Es el egoismo. No conozco a nadie que comparta cocha para contaminar menos, que es lo que decía bla ba car en su primera publicidad, sino por la pasta-. A veces, sólo a veces y muy pocas, se llega a un sorprendente momento en el que ese egoismo se topa con la verdad, con aquel objetivo olvidado por imposible. A veces, rebuscando en los saldos de las rebajas eternas en las que empieza a convertirse el juego de la vida, damos con algo casi perfecto. Con un viaje que no queremos terminar, con una espalda suave que parece que se hizo para las yemas de nuestros dedos o con una conversación infinita en la que nos descubrimos queriendo oir más de la otra parte porque aprendemos. Eso cuentan pero, más tarde, vuelve a aparecer el egoismo humano para joderlo todo en forma de "quiero más". O la estupidez social.

La temida economía 4.0 presupone que en un futuro no muy lejano muchos de aquellos elementos que nos ayudan a subsistir serán sustituidos por bots, robots o algún tipo de mierda que automatice lo que ahora nos identifica como humanos. Establece parámetros, comportamientos, interacciones y respuestas estándar que nos hacen creer que todo va bien pero, en realidad, nos carcomen como humanos imprevisibles para ser engranajes a los que sacar el aceite que mueve los mecanismos. No solamente serán máquinas poderosas que moverán las pesadas piezas de metal que ahora emplean a varios trabajadores sino las maquinas de inteligencia artificial programada que responde al llamar a atención al cliente e incluso  lo que establecerá la manera en la que nos comuniquemos, alquilemos pisos o viajemos. En un coche compartido hay que hablar de la ilusión del viaje. En un piso ser un hipster snob con zumos detox. En la cama hay que ser un empotrador con fiabilidad precisa porque si charlas, abrazas y te duermes ya no cumples los estándares que se esperan de tí según lo que pone en alguna web programada por un imbécil sin corazón. Está bien tener ilusión por viajar, probar los zumos de pomelo con jengibre (no recomendable) y el sexo algo desenfrenado. Pero lo mejor es no saber lo que va a pasar y si pasa, mejor. Y si no pasa, aprender que también está bien. Es más, a veces está bien que pase muchas veces.

Lo mejor suele ser lo que nos sorprende cuando no nos dimos cuenta que habíamos dejado las puertas abiertas y además no lo esperábamos.

Sin embargo y sin percatarnos toda una nueva cultura previsible, publicitaria y estandarizada viene por detrás disfrazada de colaborativo, ecológico, social o solidario apoyándose en nuestro egoismo y el terrible miedo que da esa parte maravillosa del ser humano que es la imprevisibilidad.

La programación y la modernidad quiere estandarizar cada paso que demos.

Y yo sé que la última vez que me enamoré fue, precisamente, porque no lo esperaba.

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