Pues no, no era eso.
Era esa sociedad llena de recompensas y de bondades. Un mundo lleno de atardeceres y de amaneceres con amabilidad, con tostadas que tienen la cantidad justa de mantequilla y una sonrisa antes de ir a un trabajo digno donde se hacían las cosas bien y, a ser posible, mejor. Un día llegaba un cliente o un jefe y se alegraba por ti. Te premiaba y al mirar atrás se tenía esa sensación reconfortante de haber conseguido crear algo como si fuera un legado. A veces grandes legados y a veces legados pequeñitos.
Pero no.
Y no fuimos educados para esto. No fuimos educados para los fracasos ni para las noches vacías. Porque esa sensación de haber perdido al final de la película sólo la tenían los malos que incluso, algunas veces, se arrepentían mientras una bala en el pecho les iba quitando la vida. Y luego venía el final feliz. Siempre había un final feliz. En Falcon Crest todo se lo quedaba el mayordomo pero, joder, era el único libre de pecado.
¿Qué sabemos hacer bien?. ¿Qué nos hace ser medianamente felices?. ¿Dónde están los lugares en los que quedarse? Las personas van y vienen, es cierto, pero no se quedan. Empieza a dar igual lo que hayamos hecho. Dicen que no hay trabajos para toda la vida en el futuro que es presente pero no nos dijeron que tampoco hay nada para toda la vida. Quizá sí. Quizá ese dolor de hombro ha llegado para quedarse pero no puedo hablar con él y no me va a recoger si me caigo hacia atrás. Tampoco, he de admitirlo, estoy pendiente de nadie que se caiga aunque alguna vez haya jurado querer estar ahí, porque sé que no llamará. No es una novia, ni un colega, ni un compañero. Es una demostración que afirma claramente que alguien se equivocó al educarnos de alguna manera. Asimilamos los conceptos de bondad y de esfuerzo, de solidaridad y de trabajo. También los de recompensa. Leímos un par de veces el Lazarillo de Tormes y en algún momento alguien descubrió que no hacía falta ser bueno, esforzarse, ser solidario o trabajar si podía convertirse en el puto Lazarillo para sentirse más listo robando el queso.
En ese momento, cuando la televisión era en blanco y negro, nuestra madre nos aseguró que el tiempo pone a cada uno en su lugar. Nos lo creímos. Entonces algunos nos quedamos esperando día tras día como si fuera la fábula de Alfredo y no pasaba nada. Pedimos perdón. Apretamos los dientes. Cerramos los ojos para coger aire y seguir un paso más. Yo fui un asmático que siempre quedó segundo en las carreras de fondo del colegio y estoy convencido que fué esa sensación de tener que seguir adelante sin aire lo que me enseñó a sufrir más que la media. Pero quedaba segundo detrás de un primer puesto que cambiaba. Sucedió entre los 14 y los 18 años de una forma sistemática. Ya llegaría el momento. Me lo había dicho mi madre y , coño, las madres dicen verdades porque son más sabias. También pasó con las chicas. A unas las perdí por tonto, a otras porque, en un alarde de egocentrismo infinito, creí firmemente que merecía algo mejor. Siempre es algo mejor, algo que está a la vuelta de esquina, algo que llegará.
Y nadie te demuestra matemáticamente que no llega.
El un libro absurdo que compre en una librería que ya no existe un supuesto psicólogo decía que si aceptamos como cierto el peor de los escenarios entonces cualquier opción será mejor y nos dará gotas de felicidad que nos harán ir hacia arriba. Eso es como cortarse las piernas y alegrarse de ver que los muñones se mueven. Una estupidez. También lo es afirmar que se puede todo y quedarse a mitad de algún camino. Vivo rodeado de personas que desconocen su camino porque llega un momento en el que se acepta como una verdad que no se alcanzan los sueños.
Pero nos educaron con la premisa falsa de poder alcanzarlos o con la sensación tan moderna de que todo , absolutamente todo, se puede ir a tomar viento sin ningún control sobre ello. Un crack de la bolsa, un conductor borracho, un seguro que no asegura, un terrorista loco o una maceta que se deja llevar por la gravedad. Una mariposa que bate sus alas en Kuala Lumpur (que todos saben que es el país de los Kualas) y termina creando un tornado sobre nuestras cabezas. También sucede al revés y un tipo hace una app de teléfono que te jura que cura el cáncer con sonidos del mar egeo (aunque sea su mano azotando el lavabo lleno de una gasolinera) se compra el coche que te gusta y se liga a la chica a la que quieres. El caos es muy miserable.
-Hace una tarde preciosa, tio- me dijo mientras mirábamos hacia los barcos esperando a atracar en el puerto- Me jode mucho haberla perdido- siguió mientras hablaba de su antigua novia, de esa chica que se parecía demasiado a otra que paseaba por la playa pero no era la misma y que me dí cuenta de cómo la miraba por si acaso el azar la convertía en aquella. -Mañana vuelve- le dije. -¿Lo crees?- . -El atardecer. De lo otro no puedo decirte nada porque estoy aprendiendo a asumir que todo, de una manera u otra, siempre se pierde-
Lo siento, mamá. Hasta ahora el tiempo no te da la razón. No creo que éste sea el lugar en el que debo de estar. Me gusta quien soy. Aborrezco este sitio. Empiezo a sentirme muy tonto esperando, cogiendo aire, y apretando los dientes. No aprendí a rendirme pero soy un púgil dando golpes al aire. Por eso me duele el hombro. Si me caigo creo que sólo hay lona.
Hay días que retumba una cuenta hasta 10. El cuatro es mi número de la suerte. 400 golpes, una película.
Escribí esto en un hospital, atento a un inicio de curso.
ResponderEliminarhttp://www.comunsinsentido.com/2011/09/cuatro.html
Es uno de los artículos preferidos de ella (ahora que ella ya no me lee).
Gracias.