7 de noviembre de 2014

Las respuestas emocionales a los miedos de antaño

El cerebro, dicen los que lo estudian, organiza nuestros recuerdos. Y no los organiza igual si lo que hemos sentido es alegría, emoción, decepción o miedo. Los buenos recuerdos tienen cierta fortaleza y, muchas veces, son los que se quedan. Se quedan los días en los que fuimos cómplices, se quedará esa imagen de la espalda arqueándose delante mio, de sujetar su pelo o del escalofrío al tumbarme. Sin embargo, aunque está demostrado que tendemos a olvidar los detalles de nuestros miedos, dicen que las respuestas emocionales se descontrolan cuando revivimos aquello que nos dio miedo aunque ya no recordemos el motivo.


Al contrario que la vida digital, en la que todo perdura como un arañazo, hay tantas veces de la vida real en las que esa reacción emocional descontrolada nos posee que somos incapaces de darnos cuenta. Salir, escapar cuando un abrazo es cierto por el miedo a que nos duela otra vez. Bloquearnos después de recibir un mensaje, por temer volver a responder de una forma equivocada. Llegar tarde por el pavor a quedarnos o no atrevernos a llamar al timbre por el desgarro de aquella otra vez en la que nos tuvimos que ir sabiendo que la casa no estaba vacía.

Algunos lo llaman "espíritu de supervivencia" y no es más que la respuesta, emocional, ante algo que ya no recordamos pero que se ha quedado marcado en nuestro adn. Un sexto sentido, un pavor, un fantasma o solamente una niebla de recuerdos entremezclados que nos atenazan y de los que no somos capaces de desprendernos porque, en realidad, no los vemos. Son: la correa invisible que nos ata.


Un amigo, lanzando píldoras amagos de novelas propias, escribe: "Si esto hubiese pasado cuando te quería como antes, tal vez me hubiese destruido. Ahora, que te quiero como ahora, sólo me hace pedazos. Espero que entiendas el matiz" . Pero no entiende que no hay matiz. Le he escrito, casi a modo de respuesta literaria: "Olvidar, sobre todo cuando es un objetivo, es un objetivo imposible. Yo quise olvidar su cuerpo frente a mi, su pecho agitado con mi techo de fondo, quise olvidar los momentos en los que fuimos una pareja de humoristas ocurrentes y cómplices, la manera de derretirse cuando la paraba en el descansillo de la escalera y le besaba en el cuello. Quise olvidar, sobre todo, la angustia de no sentirla a mi lado cuando era incapaz de dormir sin su olor. Y un día, cuando por fin acepté que era imposible olvidarla, la olvidé como se olvidan los juegos de la infancia. Ahora sólo aparece en flashbacks".

Reconozco que yo también he mentido cuando he hecho literatura porque si lo suyo no tiene matiz, lo mío no tiene olvido.

Así que podemos olvidar los detalles e incluso los nombres o las calles. Podemos olvidar las fechas y algunas caras, perder las costumbres de discutir los jueves, amarnos despacio o fuerte por las mañanas, cuando la luz se abre camino entre las ventanas o entre los bunkers donde nos quedamos con nuestros fantasmas porque los fantasmas vienen con nosotros. Los fantasmas no se olvidan.

Y no se van hasta que nos ayudamos mutuamente, como haciendo la cama juntos, a quitarles las sábanas para dejar la bajera del nórdico. Quizá no se van nunca. Quizá habrá que descubrir que son las respuestas automáticas a los miedos que tuvimos antes.

Y no deben de ser los miedos que debamos de tener ahora porque antes y ahora son dos tiempos diferentes.
Nunca son los mismos.
Solamente hay que saber que son miedos de antaño.
Solamente aprendí que no le tenía miedo a ella ni a nosotros, sino que supuraban las heridas de mi pasado.

Pd: pero no tuve suficientes tiritas para las heridas que ella llevaba consigo.

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