10 de octubre de 2014

La infamia de los robots de búsqueda

Una vez me dijo, antes de quererme, antes de que la defraudara y, por supuesto, antes de intentar recuperarla demasiado tarde, que estaba cansada de ver fracasar a sus amigos, de ver a niños que pasaban de las manos del padre a la madre en medio de un asistente social. Me decía que no estaba dispuesta a pasar por eso y que aquel era el motivo por el que había decidido iniciar alguno de esos viajes sola, que es la forma de controlar el destino. Se le olvidaba, por supuesto, que un viaje no disfrutado no es un viaje, es un traslado. Le aterrorizaba, como es lógico, el fracaso que va dejando huella en los músculos cada día, el miedo, la extraña sensación de haberse quedado a mitad de camino que tienen la mayoría de las historias de amor contemporáneas y no saber si acaso, al dejarse caer de espaldas, yo estaría ahí para recogerla antes de tocar el suelo.

Así que se agarró a la estadística y a las experiencias de su entorno, a lo que dicen los sociólogos y las partes tristes de las películas y las canciones que se regodean en la sensación de pérdida. Se aferró a esa idea incómoda, basada en las bienintencionadas frases de los conocidos que aparecen cuando estás perdido, que dicen que te espera algo mejor a la vuelta de la esquina y, al doblarla, solamente hay otra larga calle vacía.

Y se fué. Con los aspavientos de la culpa contraria y convencida de haberlo intentado todo, de haber tratado de darse y de estar y de asumir la mediocridad que tenemos todos cuando nos mostramos enteros, cuando nos despertamos por la mañana con ojeras o cuando nos despistamos en medio del viaje. Estar convencido no quiere decir que sea verdad pero también es cierto que cada uno se convence de lo que quiere, disfruta o se regodea de lo que considera y la verdadera aspiración del ser humano es ser feliz, aunque sea una sensación ficticia. Viene a ser lo mismo que ser muy feliz con un libro recomendado por Amazon sin haber elegido el libro por decisión propia. Viene a ser algo como conformarse. Viene a ser parecido a creer que ese nuevo chico o ese nuevo entretenimiento, por el que ya no responde a mis mensajes, es la decisión correcta porque el comparador de solteros dijo que era compatible.

Lo que hace, de una manera infame la tecnología, es vendernos las decisiones que no somos capaces de tomar por nuestra propia iniciativa. Dice, en una entrevista, Enrique Dans (gurú de las nuevas tecnologías),  que el software que te hace recomendaciones en las webs de compra es mucho más fiable que lo que te pueda decir el librero que te lleva vendiendo libros desde que eres pequeño. Dice que hace un cálculo de todas aquellas cosas que han comprado las mismas personas que buscaron lo mismo que tú, que te recomienda las canciones que oyeron personas como tú y que te ofrece respuestas que fueron válidas para otros. Son respuestas estadísticamente válidas y frías como dibujar en una barra de hielo mi dirección y mis mejores deseos.

La inteligencia artificial, por definición y por lógica, es capaz de simular la inteligencia real pero no puede ser inteligente. Siri no existe, no piensa, no quiere, no puede ser empática, no da besos ni abrazos, no tiene sexo cuando necesitas vicio y calor cuando lo necesitas. No es capaz de aprender lo que te sucede al oirte respirar. Yo era capaz, en algún momento, de adivinar las bragas que llevaba puestas sin pensarlo.

Los primeros libros que leí sobre el tema lo dejaban bien claro: el ser humano sigue siendo una incógnita para él mismo y, por tanto, es imposible implementar un software que pueda llegar a una mínima parte de lo que es pero, por el contrario y como si fuera magia, se puede, fácilmente, simular un comportamiento que sea capaz de engañar al interlocutor, aunque después te termine recomendando el mismo video de mierda, el mismo libro superventas carente de contenido o ese soltero exigente que es guapo, limpio, educado, viril y ve las mismas series que tú pero es un soberano gilipollas cuando escarbas en su corazón.

Y ese software maléfico que vive para venderte una visualización más, ese programa que pone "otros usuarios también probaron", ese campo de búsqueda o esa ventana emergente es incapaz de reconocer dos cosas: que puede que no te guste o que la estadística está para romperla.

Jamás un programa, destinado a vender e incorporado a una web, tendrá más razón que la propia naturaleza humana. Jamás atreverte será una variable empíricamente admitida. Jamás se atrevió de verdad. Quizá yo tampoco. Nuestra humanidad, que no la estadística, nos lo impidió.

Porque no somos cobayas controladas por robots de búsqueda.

Otra cosa es que, rendidos, necesitemos la luz artificial que tiene el sol de las recomendaciones web. Pero no somos las polillas que revolotean alrededor de la luz del flexo. Valdrá para un libro, un mal disco o terminar viendo ese video del hámster con ojos saltones. No vale para las cosas de verdad.

2 comentarios:

  1. El post va sobre lo diferente que es dejarse llevar por la estadistica, las recomendaciones web o lo que te diga un colega en vez de vivir, atreverse, aceptar que la verdad tiene un componente de riesgo y de esfuerzo, de sueño y de experiencia.

    Es, en definitiva, una crítica a todo eso que nos quiere vender algo, encaminar nuestros pasos, elegir por nosotros y así, entumecer nuestra capacidad humana de equivocarnos.

    Y la metáfora es todo lo demás. La metáfora es cómo el miedo y la estadística arruinó lo que pudiera ser. Pero es una metáfora cargada de literatura.

    Por si acaso.

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  2. "Elegir es renunciar".

    Muchas veces recuerdo esa afirmación, dicha (escrita) por alguien.

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