3 de mayo de 2014

La impaciencia de los hombres buenos

Algunos dicen que estamos marcados genéticamente para la bondad. Otros hablan de la justicia divina y mi madre, que es la wikipedia de las buenas intenciones, sigue pensando que todo lo que hagamos nos será devuelto.

-" Te devolveré lo que me hagas, multiplicado por mil. Así que ten cuidado lo que haces"- creo que dije alguna vez en mi adolescencia. No recuerdo lo que recibí y estoy seguro que no lo devolví.

Existe un martillo que ciega, de vez en cuando, la vista. Está formado por un mango de ignorancia y una cabeza de desparpajo. Clava astillas en el corazón de los hombres justos que queremos creer que somos. No conozco a nadie que asuma, de si mismo, que es un miserable. No conozco a nadie que, cuando está en ese momento de la ducha que es gula acuática y reflexión extrema, acepte que es una mala persona. Sí que conozco a quien se ducha rápido para no pensar, quien se ocupa para no enfrentarse a si mismo, quien ha aprendido a no mirar atrás, quien no quiere juzgar para que no le juzguen y quien es un yonki de las malas artes porque nació siendo un niño travieso y se ha convertido en un adulto que, como un perro culpable, sólo pone cara de arrepentimiento si le detienen con el "carrito del helao".

Todos, como manifestantes infalibles y convencidos, creemos que hay un cúmulo de injusticias a nuestro alrededor. Ascensos que no obtuvimos, sexo que era para nosotros pero nos tuvo esperando en el portal, besos que nos robaron, abrazos que dieron a quien no lo merecía, entradas que se agotaron o enfermedades, sufrimientos o entierros que no merecimos. En esos casos, incapaces de ser resilentes, caemos en el pozo de lo comparativo y buscamos excusa en la justicia, en las enseñanzas de mamá.

No es fácil ser bueno ni se puede vivir sumergido en el agotador tsunami de la venganza para con la infamia de los hombres malos. Pero escuece, muchos días escuece. Escuece cuando, cansado, vuelve a ponerse el día como si no hubiera pasado nada más que no fuera el tiempo y las erecciones se hubiesen difuminado sin la alegría de esperar a arroparse por las noches. A veces solamente estamos más viejos. Alguien me dijo una vez, entre una de esas bocas que tienen una comisura que acaba en sonrisa, que era fantástico mirar atrás y encontrar algo: un título, un hijo, una familia, un proyecto o cualquiera de esas pequeñas cosas que nos hacen sentir orgullosos. La exigencia personal también tiene que ver con el orgullo porque hay quien está contento de participar y quien se siente fracasado por llegar segundo.

Sigo levantándome por la mañana esperando alguna de esas pequeñas recompensas. Cuando lo verbalizo, caprichoso y enfurruñado como un niño señalando a un antojo, aparecen los dramáticos extremos de la verdad o la salvación futura que no llega.

Dicen que viviendo se pasa porque estamos ocupados. Básicamente estamos marcados genéticamente para la bondad y no hace falta repetirnos que ser buenos es un esfuerzo porque es intrínseco.

Y mi madre dice que, al final, todo se vuelve justo.

Una vez, borracho y fantaseando sobre cual es la última idea que pasa por la cabeza antes de morir dije que sería: "Ah, era por esto".

Será una cuestión de impaciencia. La impaciencia de los hombres buenos.

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