Cada día estoy más convencido que una de las características que debe tener el triunfo es un tanto por ciento de mediocridad.
Me sucede cuando veo que triunfa un programa en el que gente que no sabe de música elige a otra gente que no sabe de música sin verse un solo músico y con la excusa de disfrutar de la música.
Me sucede cuando veo a una mujer maravillosa al lado de un retrasado carahuevo de esos que llevan los cuellos levantados, las gafas en la cabeza y fuman sin abrir los ojos pero levantando las cejas mientras me miran como si me estuvieran perdonando la vida.
Me sucede cuando aparece uno de los mediocres de mi clase en los titulares de los periódicos por ser el último directivo de éxito, el próximo referente de la esperanza blanca o el portavoz de un organismo gubernamental repleto de carneros con carnet que viven del dinero público.
Me pasa los días en los que descubro todo lo que me hizo perder la idea autoflagelante de intentar ser especial, de tener una opinión y creer que expresarla hubiera podido ser una forma de avanzar en el conocimiento mutuo. Descubro, entonces, que dar la razón como un loro entrenado era mucho más rentable. No hablo de hipócritas que mienten a conciencia, hablo de devotos que no tienen razonamiento propio.
Me pasa cada minuto que pierdo revisando la casa para ver si dejé todo en orden mientras algunos me cogieron ventaja aunque no hicieron la cama. Eso es lo que me hace salir tarde y llegar a la almena cuando ya no está la princesa. Luego vuelvo a mi castillo ordenado para ver como se marchitan las flores que paré a comprar.
Me pasa cuando veo fracasar un buen producto agotado por una campaña de marketing de otro producto inferior, casi como la ruina de Gutenberg , Tesla o Kramer frente a Apple. Las tiendas de comercio justo están vacías mientras, en un colorido centro comercial, arrasan las estanterías de productos fabricados por mano de obra infantil de otras partes del planeta.
Para salir adelante no hay que tener opinión, no hay que hacer ruido, no hay que ser deslumbrantemente brillante. No se puede tener razón casi siempre ni hacer de la vida una santidad contínua. Hay que presentar un producto fácil y sencillo, un programa de televisión que se pueda seguir viendo sin pensar demasiado y sin perder el hilo después de perderse un rato para ir al baño.
Hay que alegrarse como un perrito cuando entra por casa, llevar la contraria el menor número de veces como si el cliente tuviera siempre razón aunque no la tenga nunca, culpar al ordenador cuando se estropea el router, a la oposición cuando se legisla con el ano.
Hay que decir contínuamente que se respetan los normas, los acuerdos, los compromisos y las fiestas de guardar pero comerse un kilo de carne en viernes santo y abrir los ojos sorprendido preguntando si es que ya es viernes en vez de aceptar que te importa un comino la vigilia.
Es más, hay que creerse todo y estar convencido de que eres un tipo íntegro y comprometido, un ejemplo y un digno representante de la verdad. No hay que tener siquiera un remordimiento porque eso te corroe como un mal óxido de responsabilidad, una punzada angustiosa de frustración. Hay hombres y mujeres que, a la vez que se ponen la ropa interior en la habitación de sus amantes, juran amor a sus desconsoladas parejas y se lo creen. Después, al llegar a casa, sus besos no saben a traición. Hay hombres y mujeres que se arrastran llorando por haber pensado por un segundo en el culo de la vecina o en el torso del jardinero y están dando una razón para quedarse abandonados y con la culpa en el reparto de bienes.
La búsqueda de la perfección, la opinión, la honestidad, levantarse después de aceptar que se cometió un error, pedir perdón o ir con el cartel de "imperfecto" colgado del cuello están castigados con la soledad en medio de una sociedad que premia continuamente a artistas, empleados o amantes mediocres.
Ya no hay seres admirables de esos que, al estilo Da Vinci, eran maestros. Se los han comido los intérpretes que no saben de música, futbolistas que no saben hablar, opinadores que no son periodistas, playboys con calzoncillos sucios, mujeres de busto turgente y wonderbra, cómicos sin capacidad de crítica y políticos que incumplen las promesas y vuelven a salir elegidos.
Ese es el dulce elogio de la mediocridad, y así nos va.
Me sucede cuando veo a una mujer maravillosa al lado de un retrasado carahuevo de esos que llevan los cuellos levantados, las gafas en la cabeza y fuman sin abrir los ojos pero levantando las cejas mientras me miran como si me estuvieran perdonando la vida.
Me sucede cuando aparece uno de los mediocres de mi clase en los titulares de los periódicos por ser el último directivo de éxito, el próximo referente de la esperanza blanca o el portavoz de un organismo gubernamental repleto de carneros con carnet que viven del dinero público.
Me pasa los días en los que descubro todo lo que me hizo perder la idea autoflagelante de intentar ser especial, de tener una opinión y creer que expresarla hubiera podido ser una forma de avanzar en el conocimiento mutuo. Descubro, entonces, que dar la razón como un loro entrenado era mucho más rentable. No hablo de hipócritas que mienten a conciencia, hablo de devotos que no tienen razonamiento propio.
Me pasa cada minuto que pierdo revisando la casa para ver si dejé todo en orden mientras algunos me cogieron ventaja aunque no hicieron la cama. Eso es lo que me hace salir tarde y llegar a la almena cuando ya no está la princesa. Luego vuelvo a mi castillo ordenado para ver como se marchitan las flores que paré a comprar.
Me pasa cuando veo fracasar un buen producto agotado por una campaña de marketing de otro producto inferior, casi como la ruina de Gutenberg , Tesla o Kramer frente a Apple. Las tiendas de comercio justo están vacías mientras, en un colorido centro comercial, arrasan las estanterías de productos fabricados por mano de obra infantil de otras partes del planeta.
Para salir adelante no hay que tener opinión, no hay que hacer ruido, no hay que ser deslumbrantemente brillante. No se puede tener razón casi siempre ni hacer de la vida una santidad contínua. Hay que presentar un producto fácil y sencillo, un programa de televisión que se pueda seguir viendo sin pensar demasiado y sin perder el hilo después de perderse un rato para ir al baño.
Hay que alegrarse como un perrito cuando entra por casa, llevar la contraria el menor número de veces como si el cliente tuviera siempre razón aunque no la tenga nunca, culpar al ordenador cuando se estropea el router, a la oposición cuando se legisla con el ano.
Hay que decir contínuamente que se respetan los normas, los acuerdos, los compromisos y las fiestas de guardar pero comerse un kilo de carne en viernes santo y abrir los ojos sorprendido preguntando si es que ya es viernes en vez de aceptar que te importa un comino la vigilia.
Es más, hay que creerse todo y estar convencido de que eres un tipo íntegro y comprometido, un ejemplo y un digno representante de la verdad. No hay que tener siquiera un remordimiento porque eso te corroe como un mal óxido de responsabilidad, una punzada angustiosa de frustración. Hay hombres y mujeres que, a la vez que se ponen la ropa interior en la habitación de sus amantes, juran amor a sus desconsoladas parejas y se lo creen. Después, al llegar a casa, sus besos no saben a traición. Hay hombres y mujeres que se arrastran llorando por haber pensado por un segundo en el culo de la vecina o en el torso del jardinero y están dando una razón para quedarse abandonados y con la culpa en el reparto de bienes.
La búsqueda de la perfección, la opinión, la honestidad, levantarse después de aceptar que se cometió un error, pedir perdón o ir con el cartel de "imperfecto" colgado del cuello están castigados con la soledad en medio de una sociedad que premia continuamente a artistas, empleados o amantes mediocres.
Ya no hay seres admirables de esos que, al estilo Da Vinci, eran maestros. Se los han comido los intérpretes que no saben de música, futbolistas que no saben hablar, opinadores que no son periodistas, playboys con calzoncillos sucios, mujeres de busto turgente y wonderbra, cómicos sin capacidad de crítica y políticos que incumplen las promesas y vuelven a salir elegidos.
Ese es el dulce elogio de la mediocridad, y así nos va.
Como ese momento que inviertes hasta el alma creyendo que encontraste lo especial. Pero el otro prefiere lo mediocre y cualquier esfuerzo es en vano, aunque aparezcas de mujer maravilla...y no hayas a quien culpar porque no corresponde.
ResponderEliminarNo es el tema central de tu publicación pero tus palabras en ciertas líneas me hacen recordar que sigo con el traje guardado y el alma empeñada
O no ser tan bueno como se esperaba de ti y ver que la única opcion que te queda es renunciar a lo excelente para obligarte a buscar en el saco de lo mediocre...
ResponderEliminarO no tener energías para lo perfecto al descubrir que eres mediocre...
O tener que reconocer que no llegas a más, que te agotas, que las pilas tenían una carga finita...
O ver que hay un punto en el que, al pasarlo, te conviertes en incómodo.
O al revés.
Claro que, efectivamente, no es el tema principal de la publicación aunque, como casi todo, la naturaleza humana, el comercio, el trabajo y la vida personal tienen mucho en común.
Ese es el dulce elogio de la mediocridad...y la ignorancia; diría yo.
ResponderEliminarY reconozco mi miedo a caer cuando no he empezado a volar.
http://youtu.be/89UePmI8zlc No hago mas que acordarme de Marisol y El seat Leon
ResponderEliminarLa mediocridad y el éxito son subjetivos. Uno tiene que ser fiel a sí mismo y el resto nos tiene que dar igual...
ResponderEliminarM.