Yo era un niño tímido de esos que se quedaban en blanco cuando tenían que hablar para toda la clase. Con 14 años El Boti, que era el mote de mi profesor de lengua, se enfadó conmigo porque no usé más de 3 de los 5 minutos en los que tenía que hacer alguna exposición absurda mirando a los ojos de mis compañeros. No recuerdo cual fue el tema, sólo sé que me dijo que siguiera y yo, rojo y atontado, me quedé quieto sin poder hablar ni volver a mi asiento con los músculos agarrotados, un jersey de cuello vuelto y una pizarra verde a la espalda.
Sin embargo y casi desde que tengo conciencia recuerdo hablarme e incluso simular conversaciones con personas con las que me iba a encontrar más adelante. En una reunión con un psicólogo infantil de esos que pasan por los colegios como los médicos que te dicen que estás sano cuando tienes siete años mis padres oyeron que yo era un niño que planificaba las diferentes opciones de una forma casi obsesiva para que ninguna de ellas me pillara sin una respuesta prefijada.
Después un psicólogo de verdad me dijo que eso era una herramienta de defensa ante el miedo a equivocarme porque era ese, en realidad, mi fantasma más temido.
Lo sigo haciendo, ahora lo sé, el problema es que cuando uno crece las posibilidades son casi infinitas. El problema es que hay un día en el que las opciones se convierten en excluyentes.
Tampoco recuerdo cuando ni cómo perdí el miedo a hablar en público. No fui capaz de hacerlo en la reunión de alumnos y eso es porque ahí, aun con muchos más años en el carnet, todos volvimos a tener 17. Pero ninguna de las semanas de los últimos 8 años me ha dado vergüenza salir en televisión, ninguno de los últimos 19 años me he callado delante de un cliente, quizá porque ahí no existen las puntuaciones. Me he muerto de miedo, más aún que en clase de lengua, delante de personas importantes de mi vida. Quiero suponer que es el temor a suspender en las notas, a sentirme inferior a la media, a recibir un correctivo para el que no estoy preparado. Algunos lo llaman temor a la frustración.
Cuando Harry Encontró a Sally:
He tenido el mismo sueño: estoy haciendo el amor y los jueces olímpicos me están observando; he superado las eliminatorias y estoy en la fase final; el canadiense me da un 9,8; un insuperable 10 el norteamericano, y mi madre, disfrazada de juez germano oriental, me da un 5,6. Seguro que habré fallado en algo...
Muchos años atrás, cuando yo era un niño aplicado que sacaba unas notas más que excelentes, llegué a casa con nueve sobresalientes y un notable. Mi padre, exigente como eran los padres de los 70 que adoraban el modelo educacional de los 50, me puso mala cara por aquel lunar en un resultado casi perfecto. Luego se aburrió de repetirme que nunca acababa nada pero lo empezaba todo. Nunca toqué bien la harmónica ni completé la colección de sellos. Los cromos de futbolistas siempre se quedaban a falta del aguador del Osasuna y en el equipo de baloncesto fui titular, pero nunca la estrella. Nunca me rebelé porque estaba convencido que aquel notable no fue un sobresaliente porque no puse la energía suficiente.
Así que perdí la desfachatez necesaria para lanzarme al vacío de los retos. Nunca escribí un libro porque ni un sólo párrafo resultaba ser lo suficientemente bueno en la "relectura". Nunca abandoné todo por una idea porque tengo el don de encontrar los fallos antes que los errores. Nunca pude darme entero porque podía darme mejor y así las perdí y perdieron su tiempo esperando que yo estuviera dignamente preparado.
En ese momento empecé a envidiar la desfachatez de los demás. La misma con la que algunos se venden a si mismos como gurús o ejemplificantes padres de familia. Les he criticado millones de veces en este blog. La desfachatez de no pararse ante sus imperfecciones, sus culos celulíticos, sus patas de gallo, sus materiales que se pudren en productos de alta tecnología y son fachadas con baterias. La desfachatez de seguir adelante aunque eso vaya en contra de su propia ética, si es que la tienen.
Y un día de octubre, en medio de la espera de esa luz que indique el camino del décimo sobresaliente, me doy cuenta de la gran cantidad de cosas que dejé de hacer a expensas de esa última nota. Y aunque al final El Boti me puso un diez hay demasiadas veces que no me presenté a los exámenes de la universidad porque no iba a ser lo brillante que yo me merecía mientras otros compañeros, copiando o arrastrando sus aprobados raspados, tenían la desfachatez de dejarme atrás, de robarme a mis novias, de tener a mis hijos y de usurpar mis trabajos.
No eran mejores, eran más valientes.
Eso es lo que nunca aprendí.
Soy un gran tipo con nueve sobresalientes y un diez en cobardía.
(Tampoco me dejé ayudar)
Yo tb tengo un 10 en cobardía, pero un día de estos la suspenderemos...
ResponderEliminarA veces creo nuestros padres lo hicieron lo mejor que pudieron, pero se equivocaron en muchas cosas. En parte somos así por sus decisiones, si tu hijo llega con buenas notas sólo cabe el refuerzo positivo y sobra el resto. Qué responsabilidad criar y educar! Nunca sabes si lo estás haciendo bien o si estás contribuyendo negativamemmte en su autoestima
M.
Gracias y desgracias a tus padres eres (somos) lo que eres. Pero como me dijo una amiga de verdad (de esas que hay pocas) hace tiempo que no dependes de aquellos que te hicieron para ser y hacer lo que haces; y hace tiempo que sabes que eres y te haces (TÚ)día a día. Aquello está pero de ti depende que no exista nada más. Lo conoces pero no eres sólo lo que fuiste.
ResponderEliminarLe has hecho un retrato a mi alma, me has desnudao por dentro...Y ver tus enlaces con "Cuarteto de Nos" ya me ha terminao de desarmar.
ResponderEliminarCuando asumí mi cobardía, y que lo mucho o poco que tengo solo fue responsabilidad mía, comenzé a dormir mejor. Ya no daba patadas en el suelo para salir volando.