El cerebro humano, que a veces es tonto como un festivo lluvioso y a veces es sabio como mi abuelo, ha aprendido que determinadas acciones compulsivas pueden asociarse a elementos beneficiosos. Supongo que si en alguna neurona perdida se descubre que atusarse el pelo hace que tu amiga sea más popular en lo referente al cortejo harás, tal y como hacían las feas de mi clase, que cuando mires al chico que te gusta tu mano recorra tu cabeza emulando a cualquier mujer con el pelo pantene.
Dicen que, aunque no nos damos cuenta, realizamos acciones que asociamos con el éxito posterior. Repetimos clichés como rituales necesarios para que se obre algún milagro. Otro estudio afirma que los rituales, quizá por ese componente interno que aún nos hace creer en que la magia existe de una u otra forma, resultan reconfortantes hasta para aquellos que no creen en ello.
Quizá ya no existe ese monopolio universal del rito adoctrinado por lo religioso pero es cierto que poner cara de interesante al entrar solo y abandonado como un perro en un bar es un rito. Hacer que te has lesionado cuando vas perdiendo en un deporte es otro rito. Llorar para conseguir que te abracen o te den comida, cuando eres un bebe, es quizá el primer rito de la vida. Alardear de la sexualidad para prometer algo imposible, como un político, puede conseguir un voto o una curiosa. Estirarse con las manos los músculos de la cara cuando no aparece la siguiente frase en un texto. Rozarse los pies para conseguir el sueño. Probar la sonrisa antes de que te avisen que va a hacerse la foto. Tenemos millones de gestos y acciones que no valen para nada y, sin embargo, en una parte de la mente las hemos asociado a algunos beneficios, a veces tan eternos y mundanos como salir bien en una foto.
Porque es probable que, como el ratoncito que aprendió que para comer tenía que apretar una palanca, nos creímos que la palanca era realmente la que nos daba de comer. Estoy convencido que , en algunas ocasiones, nuestro cerebro cree que ya consiguió su caramelo cuando, como un mimo, hizo todos los gestos previos a comerselo y, sin embargo, no engorda. Algunos creyeron que llevando los libros, vistiéndose de intelectuales y usando gafas de pasta se habían convertido en inteligentes.
Placebo cerebral, supongo. Está de moda.
Porque es probable que, como el ratoncito que aprendió que para comer tenía que apretar una palanca, nos creímos que la palanca era realmente la que nos daba de comer. Estoy convencido que , en algunas ocasiones, nuestro cerebro cree que ya consiguió su caramelo cuando, como un mimo, hizo todos los gestos previos a comerselo y, sin embargo, no engorda. Algunos creyeron que llevando los libros, vistiéndose de intelectuales y usando gafas de pasta se habían convertido en inteligentes.
Placebo cerebral, supongo. Está de moda.
Gracias.
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