Cuentan que la llamada "cultura del honor" está fuertemente asentada en la cultura mediterránea y, por cuestiones histórias, en el sur de EEUU y en Sudamérica. Dicen, algunos estudios, que esa respuesta enfurecida y violenta tiene un elemento geográfico que la acelera, como un catalizador cultural irracional. No es lo mismo llamar gilipollas a un Noruego que a un orondo habitante de Texas que disponga de una recortada en su sótano.
Desde ese punto de vista puede ser lógico pensar que todas esas formas de manipulación de los grandes gobiernos para con sus habitantes no funcionan de la misma forma por mucho que nos creamos en un mundo global rellenado, como crema pastelera universal, por personas idénticas. Es obvio pensar que por mucho que nos avalancemos hacia un futuro global donde nuestros nietos y los nietos de los futuros padres de Yakarta oigan la misma música hoy en dia las diferencias culturales aún nos hacen actuar de manera cambiante.
Hay quien vive perfectamente sin mirar atrás cuando le llaman gilipollas. Hay quien se deprime. Mi tio Bonifacio salía de clase cuando, ante su figura pequeña, un matón le dijo "me cago en tu madre" y esperó la furia de mi pariente. Él le miró de arriba a abajo. "Cuando la hayas tapado entera, me llamas"- le respondió y se marchó a casa donde le contó a mi madre esta valiente anécdota familiar porque para un hombrecito castellano no responder al ataque sobre el honor es mucho más dificil que entrar en una pelea perdedora.
La nuestra es una cultura de honor irracional donde nos encanta creernos los reyes del mambo y donde agachamos la cabeza como el perro que se ha meado en la alfombra en cuanto nos lanzan tres o cuatro verdades a la cara. A veces, casi como un caballero con armadura que va a caballo por el campo hacia el castillo enemigo para lavar una afrenta de honor, nuestra rabia se convierte en absurda y en suicida. Nos sentimos ultrajados cuando el jefe nos dijo que no rendíamos lo suficiente. Nos volvimos locos cuando ella nos señalaba los puntos en los que fallamos y los días que no estuvimos. Nos giramos con los dientes apretados y los músculos de la mano tensa todas las veces que alguien tuvo a mal activar el botón del orgullo. Incluso aceleramos como locos un día que alguno tuvo la osadía de adelantarnos por la derecha.
Entonces ese escriba medieval que llevamos dentro nos aceleró el pulso y llamó a zafarrancho a nuestras hormonas.
La mayoría de las guerras que se han vivido tienen ese componente. Es completamente absurdo matarse por una religión de otros, las luchas de poder de otros, los campos petrolíferos de otros o las empresas de otros. Sin embargo los cruzados hicieron suyas las afrentas a su Dios, los bandos suyas las ideologías que decían defender sus líderes vociferantes o los aficionados de los equipos de fútbol se creyeron el orgullo de ser de uno u otro equipo. El marketing intenta contínuamente que hagas tuyo el honor de consumir su producto para defenderlo con cólera del contrario. El ser humano tiene esa necesidad de pertenecer a un grupo pero alguien descubrió como usar eso en beneficio propio. Ese es el que grita pero que nunca va a la lucha.
Cuando ella me gritaba siempre lo hacía lanzando bombas de profundidad a mi honor. No soy capaz de saber cual fue el primer motivo por el que nuestros antepasados se lanzaron a por los árabes o EEUU tuvo que irse a matar vietnamitas, con lo lejos que está. Es bastante probable que el origen, como en las discusiones domésticas, siempre sea una tontería. Puede que un imán, al salir de una mezquita, le tocara el culo a la hija de un cura celoso. Puede que yo no diera las buenas noches un dia en el que ella me esperó al lado del teléfono. Todo eso, también, son ataques al honor que terminan en guerras, en invasiones, en despedidas.
Hoy en día vivimos unos tiempos en los que nos acusan de vagos, de irresponsables. Nos acusan de arrastrarnos hacia la sima del desencanto. Nos dicen, a todas horas, que en nuestro pasado arruinamos nuestro presente. Algunos salen a la calle, aqui y en Tel Aviv, con ira y con cócteles que lo queman todo. Parecen luchas de dos conductores a puñetazos porque alguien cerró el paso a alguien. Parecen los puñetazos que, convertidos en reproches, nos repetíamos en todas las discusiones que nunca terminaban en un abrazo y una reconciliación, sino en una pausa para coger aire para la del dia siguiente. No hay una gran diferencia entre eso y una huelga indefinida donde todos pierden.
El problema está el dia en que descubres que, mancillado el honor y agotadas las fuerzas, ese no era el camino. Unos dejaron sus casas, otros abandonaron sus países. Yo voy poniendo distancia. Más de un gobierno cambió e incluso edifican mezquitas con el dinero público que se quiere quedar al iglesia. Quizá una gran parte de nosotros hemos interiorizado esa voz que nos llama gilipollas a todas horas pero, aún, el honor nos impide separarnos de nostros mismos y hacer un punto y aparte. Nos impide empezar de cero, olvidar lo que nos hace temblar como un resorte tenso. Nos impide sentarnos delante de nuestros miedos y jurarnos que por mucho que suene esa voz esta vez no va a pasar lo mismo de siempre.
Pero pasa. ¿Por qué? Porque soy un gilipollas. Tú también. Decir que es cultural es una excusa bien construída. Por gilipollas nos fuimos a las cruzadas, mataron a hinchas de equipos de futbol, quemaron contenedores debajo de tu casa, murieron jóvenes en guerras lejanas y, por supuesto, nos perdimos.
Pues no tengo yo tan claro esto que dices. Debe ser porque los Japoneses habitan territorios nada sureňos y representan el sentido del honor por excelencia en el mundo, tanto que hasta crearon un suicidio ritual con el fin de restituir el honor perdido. Me parece a mi que eso si es honor auténtico y no lo de cabrearse cuando se cagan en tu madre. Igual lo de aquí tendríamos que llamarlo de otra manera.
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