15 de noviembre de 2012

Pensar es lo mismo que sentir pero no es tan divertido

Me repitió durante tanto tiempo todo lo que no quería que, al final, ya no supe qué es lo que realmente deseaba pero adiviné, con claridad cristalina, las miles de cosas que hice mal.

Dicen que las autoprofecías que se cumplen son, muchas veces, fruto de nuestros pensamientos negativos.

Me pregunto, haciendo un razonamiento profundamente cerebral, si acaso el mero planteamiento de las situaciones en las que nos vamos encontrando a cada momento determina el resultado de cada pequeño salto que damos. Si en vez de decirme todo lo que hice mal me hubiera repetido las buenas cosas que pude llegar a hacer quizá, sólo quizá, eso es lo que hubiera existido. No lo sé, no tuve la oportunidad porque estaba preocupado en los puntos negros como si fuera todo el tiempo que gasté, en medio de la adolescencia, en apretarme partes de la cara.

Sin embargo, cuando salgo de ese mundo de autoayuda barata alguien me dice que lo importante no es aquello que podemos llegar a crear con la razón (porque es una creación interesada) sino lo que realmente sentimos. "La intuición"- me dice- "es mucho más importante que la razón porque nos da una idea de lo que realmente estamos deseando".

Casi puedo ser capaz de pensar en la manera irracional en la que la sociedad actual ha llegado a considerar todo aquello que tenga que ver con los sentimientos como un paso atrás y cómo, en algún momento, lo tangible pasó a ser más importante que cualquier otra cosa precisamente porque es algo cuantificable. También es cierto que nuestra absurda dependencia de lo legislativo nos ha llevado por la senda de las negaciones. No corras con el coche. No fumes. No dejes de estudiar. No cruces si el semáforo está en rojo. No. Probablemente la permisividad se confunde con la Sodoma y Gomorra que vivimos con la  caída  muerte del dictador de la misma forma que, en el este, se vivió cuando cedió algún muro. Probablemente ese tipo de resultados hayan tenido mucho que ver con el desprecio gigantesco hacia la valoración de lo que, como humanos y no como robots, nos recorría el cuerpo.

Aprendimos a demostrar nuestros momentos de euforia, porque gritar a los cuatro vientos nuestros triunfos como si fueran orgasmos personales reflejaba poder y éxito. Sin embargo también aprendimos a llorar solos, a que las mañanas de resaca olieran a fracaso.

También aprendimos a ser tan críticos y tan hipócritas como un monologista sin gracia. Nos dijeron tantas veces que no pisáramos el césped que no nos movemos cómodos por alfombras de color verde. Nos movilizamos al grito de NO sin que sea capaz de recordar una sola vez que nos movilizamos  para agradecer algo a nadie ( si es que hubiera algo que agradecer) y dar un abrazo gratis es asunto de gafapasta caducado.

La intuición tiene un poder irracional e infinito. Es probable. El valor de las cosas que sentimos es mucho más real que la creación racional que hacemos de ellas y sin embargo aquellos que persiguen sus sueños son tildados de locos. Aquellos lugares en los que somos se convirtieron, en algún momento, más importantes que en los que sentimos y la manera racional de salir adelante pasaba por dejar de sentir.

Intuyo que estamos en ese tipo de encrucijada en la que, como un adulto que aguanta las lágrimas hasta ponerse anaranjado en medio del cine, no está de más centrarse en el temblor que aparece en la parte de arriba del párpado, en la manera en la que se tensan y se contraen los dedos de los pies durante el sexo, en la reconfortante paz que vives si acaso balancea los glúteos pisando con toda la planta del pie a lo largo de la madera del pasillo. Y decirlo. Decir que esas pequeñas cosas están muy por encima de las cotizaciones de bolsa o de que un equipo deportivo se haga con alguna copa o pierda con un penalty injusto en el último minuto.

Llevamos unos años castigados con el reproche contínuo del vecino y del gobierno. Sabemos lo que hicimos tan mal que la única sensación que asumimos como propia fue la de la responsabilidad y la de la culpa. Me dijo tantas veces lo que hacía paupérrimamente que se me olvidó sentir lo que se siente cuando se siente algo bueno porque estaba preocupado en no equivocarme otra vez.

Así que, como una autoprofecía repetitiva, volví a equivocarme.

Creo que las sociedades viven relaciones de amor y odio entre sus partes. Creo que el proletariado, la patronal, los gobiernos y los pobres se relacionan entre si de una manera bastante similar a las que hacemos los humanos cuando lo hacemos de dos en dos. Nos tenemos cariño y nos tenemos respeto. Nos amamos y nos necesitamos. Creamos algo entre todos y, afortunadamente, todos tenemos algo que aportar. Algunas veces se vive un momento de romance y algunas veces todo explota en enfados y divorcios, en caricias y en reconciliaciones.

Mi padre se preocupaba por mis resultados, casi como la patronal se preocupa ahora de la productividad. Mi madre, como una delegación de hacienda territorial, exigía tener la despensa llena. Nos sentábamos a la mesa todos los días y, sin embargo, pocas veces logramos hablar de todo aquello que sentíamos. Ese es el mismo tabú, haciendo la analogia, que nos lastra como sociedad y todos los reproches que nos lanzamos son la autoprofecía que se ha cumplido en medio de un sentimiento no asumido de tristeza que va caminando por la calle según se acerca el invierno.

Pd: todas las caciones pertenecen al disco "museo de reproducciones" (2012) de Los amigos imaginarios.
Pd2: y creo que me he explicado fatal (el título pertenece a Balada para Un cuerdo)

1 comentario:

  1. Al principio pensaba que entendía lo que estabas diciendo.

    Luego, no.

    Pero me dí cuenta de que sentía que lo entendía.

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    Qué bien lo haces, amigo.

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