Todos, afortunada o desafortunadamente, tenemos un pasado. Todos fuimos al colegio. A todos nos pegaron o todos pegamos alguna vez. Echando la vista atrás me recuerdo en el lugar medio entre los que pegaban y los que eran pegados. Siempre fui un niño mediocre en cuestiones de patio de colegio. Llegué a casa con el ojo morado por culpa de otro niño que era muy malo y que ahora es un respetable abogado de traje con el que compartí vuelo, chistes y abrazos el verano pasado. Rompí las gafas a más de uno y recuerdo como un entretenimiento oir mi mano sobre la nuca de un compañero que estuvo, años después, una buena temporada en la carcel por romperle la cabeza a base de patadas a un policía en plena acera. Con diez años me rompí la mano en medio de una pelea por acertar contra las costillas del adulto que quiso separarnos y mi padre me hizo jugar un partido de baloncesto para que recordara el dolor (y que no hay que pegarse) toda la vida justo una hora antes de llevarme a escayolar. Allá por los doce descubrí la gloriosa forma de hacerme sentir por encima de alguno sin tener que tocarle, desarrollando una virtuosa capacidad de ofender con la palabra. Arrastré esa ironía destructiva hasta ser apercibido en la universidad por un comic ácido que hice con un compañero caricaturizando a nuestros profesores cantando boleros "si tú me dices seis, te pongo un cuatro...". De vez en cuando pierdo algún cliente insultándole con una sonrisa y hace no mucho no me retiré en la carretera hasta llegar al semáforo donde me bajé del coche, me acerqué al de atrás y le avisé que sus luces daban destellos, que se las hiciera mirar. Viene a ser lo mismo que pararse al lado de una jubilada que cruza sin mirar y pedirle que me diga el lado por el que desea ser atropellada
Soy, si hablamos en términos de modernidades, un ejemplo de bullyng y un gilipollas en potencia.
Pero también fui un loser.
La diferencia está en el número de veces que te han partido la cara.
Realmente, sólo pierde el que no lo intenta.
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