Los viejos apuntes

Cuando yo iba a la universidad tomar buenos apuntes era una virtud.

Ahora los postadolescentes llevan su glamuroso portatil debajo del brazo pensando, de la misma manera que hacen algunos de sus padres y muchos de nuestros gobernantes, que teniendo un ordenador con su incesante sonido de teclado, se aprende más rápido.

Después un amigo, hablando sobre las diferentes opciones educacionales de un joven vástago, se mostraba absolutamente preocupado sobre el hecho de que la principal respuesta de sus amigos extremadamente jovenes cuando demostraban no saber si Perez Galdós es un futbolista viejuno o un melón es que no deberían de saberlo porque no les interesa.

Es una razón similar a la que yo esgrimía cuando en mis notas Euskera resultaba ser siempre la más baja (nunca por debajo del notable, porque fui un niño muy repelente): que como era un conocimiento sin posibilidad de ser empleado para el mundo global, me importaba poco.

Hemos pasado de ser la generación JASP a vivir en una generación que ante el exceso de posibilidades de aprender se obliga a si misma a filtrar y decidir cuales de esos conocimientos les interesa y cuales no. Como es lógico algunos conocimientos se van diluyendo en el fango de la dificultad.

Yo siempre levaba conmigo un buen par de bolígrafos, una calculadora y un montón de folios a clase. Tengo los apuntes guardados en bolsas de deporte en el trastero por si algún dia decido reaprender a hacer integrales. En los laterales de las hojas aparecen dibujos, anotaciones y alguna poesía de cuando estaba enamorado como un jovenzuelo.

Y lo mejor de esos apuntes son esas notas que me recuerdan lo que era yo en aquellos días llenos de números.

Ahora los apuntes entran en un pen drive de 4gb que vale 7€. Son limpios, nítidos y están justificados a ambos bordes con una clarísima letra Arial 10 o Times New Roman 9.

Y no hay poesías en los bordes.