Hace no muchos años y antes de que un buen amigo intentara rehacer su vida en otra ciudad teníamos la fea costumbre de cenar un dia durante la semana en algún lugar de la maltrecha noche bilbaína tomando como referencia la posibilidad de consumo de estupefacientes sin la correspondiente expulsión por parte del hostelero. Es decir, que nos íbamos a cenar a aquel lugar donde, después del bocadillo (nº 1 con poca mayonesa o nº7) y con el café nos pudiéramos fumar tranquilamente uno de esos porritos tan adormecedores que él sigue haciendo y que yo me negué a aprender a liar.
"Prohibido el uso de sustancias estupefacientes" ponía en un cartel de la pared como aquellos, decorativos, que rezaban: "prohibido escupir en el suelo".
Como es normal todo esto sucedía antes de la ley antitabaco que ha vaciado algunos locales.
Porque existían y se mantenían aquellos sitios, escondidos arriba de las escaleras, donde una nube acompañaba a los largos cafes que, como si fuera una mariconada de domingo, contenían un chorrito de Baileys o una gota de coñac.
Ahora ya no hay sitio para aquel viaje sideral del pequeño saltamontes, que es la canción que explica con un mayor lujo de detalles cómo hacer correctamente un porro.
Siempre he pensado que las drogas de los que nos acercamos sospechosamente a los 40 no se parecen a esas substancias diseñadas en un laboratorio para poder aguantar más horas o para poder beber más copas como si la cantidad de horas de fiesta sea sinónimo de haberlo pasado mejor. Nuestras drogas nos dejaban sonrientes, serenos, sosegados como si no pasara nada o como si los abrazos fueran gratis. Una novia que tuve me decía que cuando más le gustaba era con ese punto de oso amoroso que me daba después del primer cigarro (que me fumaba después). Aquello me lo dijo sentados en la playa hace más de 15 años mientras yo me quedaba absorto mirando sus ojos. Ahora ves salir a los chicos de los pantalones gastados, gafas y gorras que se abrazas a las chicas de ropas ajustadas de sus locales after el domingo por la mañana como si les hubieran atacado con una pistola taser hace diez minutos.
De la misma manera que nuestros padres disfrutaban de las largas sobremesas con un puro eterno que pinchaban con un palillo para hacer circular el aire, los bares donde dejarse poseer por el humo son los grandes damnificados de esta cruzada a favor de la salud pública y contra nuestros pequeños vicios.
Y vicios tenemos todos. Aquel era un vicio de domingo.
La última vez que pisé aquellas mesas en la planta superior (que estaba casi vacía) olía a detergente y a madera húmeda. Tomé una cerveza en vez de un café y no salí con aquella sonrisa tonta que te adormece el resto del domingo. Llegué a mi casa, entrené un poco, hice un puré sanísimo y me metí pronto a la cama añorando aquellos días en los que me perdía mirando a los ojos con la sensación de tranquilidad que se impregnaba en mi ropa y con ese punto de oso amoroso que me gusta tener cuando puedes arroparte con la complicidad de quien se sienta a tu lado y, con suerte, te abraza.
Eso pasaba allí donde solíamos fumar.
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